Esta separación entre la meditación formal y la vida cotidiana resulta algo artificial. Entendemos que el entrenamiento incluye empezar fácilmente, optimizando las condiciones de la práctica, y urbanizando el entorno y el tiempo para ello. Pero el caos termina alcanzándonos y es habitual que toda nuestra práctica anterior en el remanso de la soledad no se transfiera con facilidad al torrente del mundo. Lo que se empieza con muchas esperanzas de transformación e ilusión se desdibuja o se termina abandonando.

Otro peligro acecha en la ritualización excesiva de la práctica. Si tienes la mala suerte de aprender la práctica en un entorno con mucha carga metafísica –en el entorno de alguna escuela de meditación milenaria, como el budismo tibetano–, es posible que pierdas de vista que la plena presencia –la conciencia de las emociones, pensamientos y sensaciones corporales– es el en fondo algo muy sencillo. La complicación teórica, sea de raíz budista o de cualquier otra tradición meditativa secular, puede alejarte de la experiencia directa; te hará difícil aplicar lo aprendido a entornos más prosaicos o vulgares (en los que vivimos la mayor parte del tiempo).

El incienso, las campanillas, las túnicas rojas y azafrán, los cráneos rapados y los lugares naturales están muy bien como parte de la puesta en escena y como señales del entorno que faciliten la práctica, pero con el tiempo pueden volverse automáticos, carentes de vida, y pierden su frescura inicial. Además, la mayoría de nosotros no quiere pasar el resto de su vida en un monasterio en las laderas del Himalaya.

Cualquier ritual personal, no solo los rituales espirituales, es susceptible de codificación y pérdida de sentido. Por ello, es importante diseñar y rediseñar los rituales para mantenerlos frescos. La variación ayuda; la aplicación del ritual en distintas circunstancias y en formas más flexibles, también.