EL ULTIMO AÑO DE TU VIDA
EL ULTIMO AÑO DE TU VIDA

EL ULTIMO AÑO DE TU VIDA

Al final del día cada uno de nosotros es protagonista de un milagro del cual no solemos ser conscientes. Ese milagro consiste en acostarnos, como cada noche, en la misma cama en la cual amanecimos al iniciarse la jornada.

El milagro consiste en haber atravesado el día y haberlo sumado a nuestra vida. No hay ningún contrato, ninguna promesa firmada que nos haya asegurado que esto iba a ocurrir. Cada día que comienza puede ser el último. ¿Cómo saberlo? Es imposible. ¿Cómo preverlo? No hay manera. Somos criaturas frágiles que viven en la incertidumbre por mucho que intenten ignorarlo o disimularlo o que procuren huir hacia adelante aturdiéndose con barullo, diversión artificial, consumismo galopante o diferentes formas de pasatismo.

En sus últimos momentos de vida los discípulos que lo rodeaban le pidieron un consejo póstumo a Platón (427 a.C.-347 a.C.), el filósofo que, junto a su maestro Sócrates y su discípulo Aristóteles, puso en la antigua Grecia los pilares que aún sostienen al pensamiento occidental. La respuesta, simple y directa, sigue siendo motivo de discusiones filosóficas. “Aprendan a morir”, respondió el autor de La República, El banquete y Apología de Sócrates.

Muchos siglos después de esto, un practicante de meditación visitó un monasterio zen en la India y preguntó al abad si podía estudiar con él. “¿Estás preparado para morir?”, inquirió el monje. La respuesta del visitante fue negativa: “No vine a morir, sino a aprender zen”. Ante lo que el abad remató: “Si no estás preparado para morir, no estás preparado para vivir. Regresá cuando estés preparado”.

Este último episodio es narrado por Stephen Levine, poeta, profesor de filosofía y de budismo en su libro ¿Quién muere? De acuerdo con su relato, uno de sus mejores amigos fue el frustrado visitante del monasterio. Levine falleció el 17 de enero de este año, a los 78 años, en su casa de San Francisco, California, desde donde, junto a su esposa Ondra, dedicaron los 40 años de su vida en común a investigar todos los aspectos de la meditación y a acompañar los procesos terminales en la vida de cientos de personas. Había abordado esta especialidad hacia los años 60 del siglo pasado, cuando conoció a la médica suiza Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004), autora de la conmovedora La rueda de la vida, acaso la mayor autoridad en la materia.

UN GRAN PLAN

Levine escribió un libro ya clásico titulado Un año de vida, fundamento posterior de un movilizador trabajo grupal. El libro narra una experiencia que él mismo vivió. Tras escuchar en una entrevista que alguien le preguntaba al Dalai Lama cuáles eran sus próximos planes, el líder espiritual tibetano respondió: “Tengo 58 años y es hora de prepararme para la fin de un ciclo”. Eso ocurrió hace 22 años, en pleno diciembre, cuando se acercaba el comienzo de un nuevo año. Levine se preguntó entonces cómo sería su propia vida si supiera que el año por iniciarse resultaría el último. Y se propuso vivirlo como si lo fuera.

Al rememorar la experiencia dijo que se trataba, en principio, de algo así como tramitar la actualización del pasaporte, aunque tanto el destino del viaje como el día y la hora de partida le fueran desconocidos. Y luego puntualizó que, contra todo lo que se pudiera esperar, la experiencia no lo limitó, sino que lo hizo sentir más libre. Al tomar conciencia de que le quedaba solo un año por delante sintió con mayor profundidad el valor de estar vivo, abrió su creatividad y su imaginación para transitar las horas y los días. Dejó de lado muchos temores que, como a todas las personas, lo paralizaban o llenaban de dudas. “El problema no es tanto la fin de un ciclo, reflexionó, sino el temor a la vida”.

Su agenda existencial en ese año, mientras compartía esta vivencia con su mujer, incluyó cuestiones fundamentales. Una de ellas fue el agradecimiento. Advirtió que había muchas personas a las que tenía que agradecerles cosas, por muy pequeñas que fueran, que habían enriquecido su vida. Comenzó a hacerlo. Algunas eran personas cercanas a él en la cotidianeidad, otras no, de manera que a estas tuvo que buscarlas para contactarse. Otra cuestión fue la del perdón. Se dio cuenta de que estaba empantanado en una serie de resentimientos y vendettas irresueltas que, observados desde el final del camino, no merecían ni la atención ni la energía que le consumían. Tomó los casos que consideró perdonables, vio que eran muchos, imaginó diálogos con esas personas, en los cuales les hablaba del dolor y las heridas que le habían causado y también abrió espacio en su imaginación para escuchar las respuestas y para permitirles disculparse con él.

Esto trajo una consecuencia. Pensó también en las personas por las cuales quería ser perdonado, pues reconoció que las había lastimado. Imaginó cómo podía reparar sus faltas. Y descubrió lo difícil que le había resultado este acto de humildad cuando ignoraba que estaba viviendo su último año. Como tercera medida hizo un balance de deudas pendientes, monetarias o no. Y se propuso pagarlas, con cheques cuando era lo que correspondía, o con actos cuando eran deudas morales. “La reparación alimenta el corazón y apacigua la mente”, escribió al respecto en un artículo publicado por la revista New Age Journal.

En simultaneidad con estas y otras acciones, Levine llevó un diario del último año de su vida. Ese diario, según él, no sólo le sirvió para comprender con mayor profundidad su propia experiencia, sino que, durante el proceso, le resultó útil en momentos de desazón y tristeza. Estos momentos existieron y tenían razón de ser. Tiempo después Levine convocó a varias personas a participar de un grupo que se prolongaría durante un año en el que harían la misma experiencia que habían efectuado él y Ondra. La propuesta consistía en reunirse una vez por semana a compartir las sensaciones, emociones y reflexiones que iban produciendo en ellos el hecho de vivir, en plena conciencia, el “último año”. Varios de los integrantes del grupo abandonaron en el camino, no pudieron con la vivencia.

RESPONDER AL PRIVILEGIO

Levine tuvo un gran amigo y compañero de ruta, llamado Ram Dass (cuyo nombre original es Richard Alpert, doctorado en psicología y profesor en Harvard antes de transmutar en maestro espiritual como producto de una larga experiencia en la India). En un bello libro (Todavía aquí) en el que analiza el proceso de cambiar, envejecer y morir, Ram Dass, hoy de 85 años, se pregunta por qué deberíamos esperar la conmocionante noticia de que empieza nuestro último año para vivir como podríamos vivir siempre,

si prestáramos más atención a nuestros afectos,

si reparáramos nuestras faltas,

si agradeciéramos,

si escucháramos a los otros,

si no dilapidáramos tiempo y energía en cuestiones banales, si nos concentráramos en lo importante antes que en lo urgente,

si acariciáramos y besáramos más,

si cambiáramos rencores por proyectos.

Es decir, si viviéramos despiertos y conscientes en lugar de transcurrir anestesiados y distraídos.

Si, en fin, advirtiéramos que cada día vivimos un milagro e iniciáramos el día siguiente poniéndonos a la altura de ese privilegio.